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La
música recorría todos los rincones del bosque, era alegre e invitaba a bailar
hasta al más vergonzoso.
Clarisa
era de las muchas jóvenes que se encontraban en aquella fiesta. Los incitados
eran gente de la clase alta, nobles y
realeza. Sin duda pretendía ser un lugar mágico, aunque no para ella.
Su
vestido era largo, lleno de encajes y bordados que brillaban bajo la luces que
colgaban de los árboles.
Caminaba
en dirección a la mesa larga colocada justo en el centro, donde todos los
invitados iban y venían para catar los exquisitos manjares que los cocineros de
la familia anfitriona habían preparado para la ocasión.
Al
llegar, cogió un pastelito de aspecto bastante apetitoso y se lo llevó a la
boca.
La
crema se deshacía y la textura de aquel pastel le recordaba a los que siempre
hacía su difunta abuela cuando se sentía mal y la consolaba.
En
ese momento, Clarisa fue consciente de su destino. Miró a su alrededor, viendo
a toda esa gente disfrutando de la fiesta, una fiesta en la que se anuciaria en
casamiento, el suyo.
Clarisa
no amaba a ese hombre, qué le triplicaba la edad, pero tenía que seguir las
órdenes de su padre si no quería llevar a su familia a la deshonra. Siempre se
había considerado una muchacha educada, refinada, y sobretodo siempre obedecía,
pero en aquella ocasión sentía las ganas de revelarse contra todo.
Pudo
ver a su prometido, un hombre de pelo canoso y tullido, hablando con un grupo
de caballeros bien vestidos acompañados de sus mujeres. Clarisa sintió un
escalofrío cuando las miradas se posaron en ella y sonreían. No sabría decir si
de verdad se alegraban por ella o sentían lastima.
Su
madre la sacó de sus pensamientos, la tomó del brazo y la apartó de la
multitud.
—Deberías
estar con tu prometido—le regañó—¿Qué haces pululando por todos lados?
—madre,
no lo amo—dijo ella con voz quebrada.
—Yo
tampoco amaba a tu padre cuando me casé con él, y mira lo bien que estamos
ahora—le reprochó.
—No
es lo mismo, padre no te saca treinta años.
—¡Te
casarás con él!, así tenga que llevarte a rastras yo misma al altar—sentenció
su madre con la cara roja de ira—, ¡ve con él ahora mismo!
Clarisa
se quedó de piedra, contemplando como su madre se marchaba y se reunía
nuevamente con su marido.
Comenzó
a llorar desconsoladamente, si su abuela aún viviera, estaba segura de que
impediría aquella boda a toda costa.
No,
no quiso aceptar ese destino y sin pensárselo por segunda vez, salió corriendo
hacia el lado opuesto de la fiesta, internándose más en el bosque sin
importarle lo mas mínimo que se perdiera. Preferiría eso que vivir una vida
llena de penas y dolor al lado de un hombre al que no amaba y el cual no le
haría feliz.